Ch’utillos en Potosí, más allá de la fiesta
El culto se convirtió en festividad y asumió ese carácter durante la República, cuando comenzó a decaer, hasta que a Gonzalo Calderón se le ocurrió organizar una entrada folklórica. Su origen es desconocido para la gran mayoría de los potosinos.
La festividad de San Bartolomé o de los Ch’utillos se ha convertido en una manifestación folklórica en la que, más allá de la fe, predomina la ostentación y el mero afán de divertirse. A medida que la fiesta fue creciendo, las buenas intenciones de sus impulsores perdieron terreno frente a la alegría de los bailarines y la bulla que invade las calles potosinas en los últimos días sábado y domingo del mes de agosto.
Si bien es cierto que la festividad se ganó un lugar en el calendario folklórico boliviano, no es menos evidente que su origen es desconocido para la gran mayoría de los potosinos.
Sin embargo, y pese al escaso material existente para los investigadores, no parece difícil llegar a algunas conclusiones acerca de esta tradición cultural que devino en anual festejo.
Preincaica
La festividad tiene un innegable origen preincaico.
Las bases de la tradición cultural conocida como Ch’utillos son los capítulos III del libro Segundo y XIX del libro Quinto de la Historia de la Villa Imperial de Potosí, de Bartolomé Arzáns.
Esta monumental obra refiere que “los indios bárbaros que habitaban en Cantumarca un día a la semana iban como en procesión a adorar al demonio”, en el lugar que todos conocemos como La Puerta.
Cantumarca o Qantu Marqa, que Arzáns describe como “antigua habitación de indios gentiles”, tiene origen qaraqara y el culto que sus habitantes ejecutaban en La Puerta también debería remontarse a esa cultura.
Pero si esas argumentaciones fueran insuficientes, recurrimos a un historiador contemporáneo, Mario Chacón Torres, que en su trabajo titulado El Ch’utillo: festividad potosina de origen precolombino, afirmó lo siguiente: “Queda definitivamente documentado que la festividad que nos ocupa tuvo sus remotos orígenes en un culto local autóctono ‘desde tiempo inmemorial’; es decir, en la época precolombina y muy verosímilmente no en el último período de ésta, denominado incaico o quechua, sino en el anterior, perteneciente al colla o aymara”.
A estas alturas, ya está determinado que la cultura que habitó lo que hoy es Potosí no era precisamente aymara sino qaraqara.
Adoratorio
Todos quienes se ocuparon del Ch’utillo admiten a la quebrada de La Puerta y la cueva existente en ese lugar como los escenarios principales de esta tradición cultural.
“Tenían estos naturales en la quebrada que hoy llaman de San Bartolomé (distante de esta Villa una legua) una gran cueva naturalizada en peña viva, donde un día a la semana iban como en procesión a adorar al común enemigo que las más de las veces se les aparecía visible”, escribió Arzáns en el capítulo III del libro segundo de su monumental obra.
“Pues en el centro de aquella maravillosa grieta que los profanos creen obra de la naturaleza, en uno de sus más amplios recodos, abre su boca negra con picos como dientes, una caverna obscura, misteriosa, objeto durante muchos siglos de las leyendas más curiosas”, escribió, por su parte, Julio Lucas Jaimes.
Una carta que el sacerdote Gregorio Cisneros escribió al entonces rector de la Compañía de Jesús en el Cusco, Manuel Vásquez, el 8 de marzo de 1597, es el primer documento sobre ese lugar. Esta refiere que “Había dos supersticiones muy perniciosas entre estos pobres (los indios): la una era, que cuando iban a Potosí, llegando a Moyoponco, que es una peña muy grande, junto a la cual pasaban, llamada Puerta de Moyo, cosa muy preciada entre los indios antiguos, y arrojaban la coca a modo de mochación”.
Casi 25 años después, en su famoso libro Extirpación de la idolatría del Perú, el jesuita Pablo Joseph de Arriaga revela lo siguiente: “Entre los indios hallo aquí uno que había ido en peregrinación más de trescientas leguas visitando las principales huacas y adoratorios del piru, y llegó hasta el Mollo Ponco, que es la entrada de Potosí, muy famoso entre los indios”.
Por estas dos fuentes primarias sabemos que en el periodo comprendido entre 1597 y 1621, cuando se publica el libro de Arriaga, había un lugar denominado Mullu Punku o Puerta del Mullu, el que era considerado un adoratorio principal. ¿Cuál era ese lugar? La quebrada de San Bartolomé, allí donde se encuentra la mal llamada Cueva del Diablo.
Se llamaba Mullu Punku porque una de las ofrendas que traían los indios desde los lugares más lejanos, incluidas las costas, era el spondylus, conchas marinas que eran consideradas sagradas por razones que requieren un artículo aparte para explicarlas. Uno de los miembros de la Sociedad de investigación Histórica de Potosí, Heinz Antonio Basagoitia Acuña, encontró en el lugar restos de mullus que confirman esta teoría.
Pero Mullu Punku no era un destino sino una puerta, un lugar de paso o, como escribió Arriaga, “la entrada de Potosí”; es decir, el acceso a un lugar todavía más importante, la wak’a P’utuxi, el Cerro Rico. Por todo esto, se puede colegir que el lugar donde surgió la ciudad de Potosí era un inmenso adoratorio del Cerro Rico, algo así como un templo a cielo abierto en el que el altar principal era el Sumaj Urqu.
El invento
Tras medio siglo de explotar el Cerro Rico, hacia fines del siglo XVI, Mullu Punku era un perjuicio para los españoles porque, aunque habían logrado que los indios olvidaran el carácter sagrado del Sumaj Urqu –inventando leyendas como aquella que dice que el cerro bramó diciendo “no toquéis la plata de este cerro porque es para otros dueños”–, seguían acudiendo hasta ese lugar con fines rituales.
Las cartas del padre Arriaga, y todas las argumentaciones de su libro, son la prueba para afirmar que fueron los jesuitas quienes decidieron extirpar el culto a la divinidad andina que era venerada en Mullu Punku, y, para ello, recurrieron al consabido pretexto de que lo que hacían los indios era adorar al Diablo.
La documentación existente en el Cabildo Secular de Potosí demuestra, también, que, durante el periodo colonial, Potosí nunca reconoció formalmente una veneración a San Bartolomé, que comenzó más tarde, ya en el siglo XVIII, pero a fuerza de repetir la versión que Arriada inventara en 1599.
Es cierto que se erigió una capilla y que allí se colocó a San Bartolomé, pero durante los primeros años la veneración a esa imagen se limitó a ese lugar. El culto se convirtió en festividad después y asumió ese carácter durante la República, cuando comenzó a decaer, hasta que a Gonzalo Calderón se le ocurrió organizar una entrada folklórica que hoy se realiza en dos jornadas, con serias posibilidades de ampliarse a tres el próximo año.
[Fuente: Pagina Siete]