“La Misión fue la pasión de Mons. Eugenio, el encuentro con Cristo cambió su vida” Misa de Exequias
20.07.2020//CAMPANAS S. Cruz// Este lunes 20 de julio a las 11:00 horas, en la Catedral Virgen de la Candelaria de El Alto, se realizó la celebración de las exequias de S.E.R. Mons. Eugenio Scarpellini, quien falleció el pasado 15 de julio.
Hermanos y hermanas de las Diócesis de El Alto, familiares de Mons. Eugenio Scarpellini, hermana Iglesia de Bérgamo y todos ustedes que nos acompañan por los medios de comunicación; desde la catedral de Santa Cruz de la Sierra y a la luz de palabra de Dios, hago míos los sentimientos que inundan en estos momentos sus corazones, expresó Mons. Sergio Gualberti, Arzobispo de Santa Cruz, al iniciar su homilía por las Exequias de su gran amigo y hermano en Cristo, Mons. Eugenio.
Por un lado, la tristeza y el dolor por la muerte repentina e inesperada de Mons. Eugenio, la pérdida de un gran pastor muy apreciado y amado por su pueblo y particularmente por mí con quien hemos cultivado una profunda amistad. Por el otro, los sentimientos de gratitud a Dios por la vida de Mons. Eugenio, por haberle dado el don de la fe, haberlo elegido a ser sacerdote a imagen de Cristo y por haberlo enviado como misionero en nuestra Iglesia en Bolivia, donde ha desempeñado su ministerio con pasión, generosidad y alegría, dijo el prelado.
El Arzobispo de Santa Cruz afirmó que Mons. Eugenio ha sido un testigo radiante de las bienaventuranzas viviendo con pasión y ardor su ministerio; las transparentaba en su labor cotidiana llevada con disponibilidad, coherencia y tenacidad. Su vitalidad desbordante y el entusiasmo que ponía en todo lo que hacía, contagiaba a las personas, en algunos pudo despertar un cierto temor, sin embargo, detrás de la energía que emanaba de todo su ser, latía el corazón del seguidor fiel de Cristo, el pastor bueno, generoso, sensible y atento a las personas, en particular a los pobres.
Mons. Eugenio hizo fructificar al ciento por ciento los muchos talentos que Dios le había dado poniéndolos al servicio de la Iglesia, a la que ha amado sinceramente desde la comunidad de Bérgamo que le dio la luz a la vida cristiana y lo consagró sacerdote, hasta la Iglesia de El Alto, a la que amó como un alteño más. Ha llevado con gran capacidad, generosidad y esmero todos los servicios y oficios que la Iglesia le encomendó, sin ahorrar tiempo y energías, sin escuchar el cansancio y sin acobardarse ante las dificultades y contrastes, por el contrario, enfrentándolos dando lo mejor de sí, aseguró Monseñor.
Mons. Sergio aseguró que la pasión de Monseñor Eugenio fue la Misión, el encuentro con Cristo cambió su vida, abrió delante de él vastos horizontes más allá de su país natal y lo llamó a no guardar para sí el don de la fe, sino compartirlo con alegría y generosidad. Asumió la labor evangelizadora junto al compromiso por el desarrollo humano integral, haciendo suyos también los problemas sociales y políticos, en la búsqueda del bien común, la justicia, la democracia, la paz y en defensa de los pobres, los marginados y últimos de la sociedad.
Su entrega lo llevó a compartir el sufrimiento y la muerte de los pobres en Cristo muerto y Resucitado, Él que nos ha abierto las puertas de la vida para siempre. Hoy, nos sostiene la firme esperanza que Mons. Eugenio, como hombre justo, ya goza de la dicha que no tiene fin, así nos lo dice el pasaje de la Sabiduría: “Las almas de los justos están en la manos de Dios y no les afectaré ningún tormento… los que confían en él comprenderán la verdad y los que son fieles permanecerán junto a él en el amor, porque la gracia y la misericordia son para sus elegidos”, dijo el Arzobispo de Santa Cruz.
El prelado dijo; En el caminar de toda su vida hasta el encuentro definitivo con Dios, Él se ha dejado llevar de la mano maternal de María a la que, desde niño, aprendió a amar con la advocación de la Virgen del Olmo, venerada en el santuario de su pueblo natal, y en los años de Pastor en Bolivia a amar a la Virgen de Copacabana, tan amada por el pueblo aymara y toda Bolivia.
Ahora que Mons. Eugenio está en las manos de Dios y que comparte la dicha del Resucitado, él nos anima a seguir a Jesús, asumiendo a las Bienaventuranzas como el camino certero de la santidad y la felicidad. Es una propuesta ardua, sin embargo no estamos solos, tenemos el ejemplo vivo de él y de tantos hermanos nuestros, santos que han terminado su peregrinación terrenal y han llegado a la meta.
Homilía de Mons. Sergio Gualberti, Arzobispo de Santa Cruz
Exequias de Mons. Eugenio Scarpellini
20 /07/2020
Hermanos y hermanas de las Diócesis de El Alto, familiares de Mons. Eugenio Scarpellini, hermana Iglesia de Bergamo y todos ustedes que nos acompañan por los medios de comunicación; desde la catedral de Santa Cruz de la Sierra y a la luz de palabra de Dios, hago míos los sentimientos que inundan en estos momentos sus corazones.
Por un lado, la tristeza y el dolor por la muerte repentina e inesperada de Mons. Eugenio, la pérdida de un gran pastor muy apreciado y amado por su pueblo y particularmente por mí con quien hemos cultivado una profunda amistad. Por el otro, los sentimientos de gratitud a Dios por la vida de Mons. Eugenio, por haberle dado el don de la fe, haberlo elegido a ser sacerdote a imagen de Cristo y por haberlo enviado como misionero en nuestra Iglesia en Bolivia, donde ha desempeñado su ministerio con pasión, generosidad y alegría.
Vocación y misión que se han hecho vida en él, en su modo de ser, pensar y actuar, acogiendo a las Bienaventuranzas, el programa de santidad para todo discípulo de Jesús, programa que, para la mentalidad del mundo, suena a paradoja: felices los pobres, los afligidos y los perseguidos. Mons. Eugenio, a quien los desafíos lo apasionaban, con su talante valiente y generoso e iluminado por Espíritu del Señor, ha optado por las Bienaventuranzas, lo absurdo del mundo, pero camino seguro de la verdadera felicidad en Cristo.
Felices los pobres en espíritu, aquellos que tienen corazón de pobre y que, conscientes de sus límites de creaturas, han hecho de Dios su único recurso y sustento, ricos sólo de los bienes que no perecen. Para ellos les está reservada la dicha, la vida y el amor para siempre.
Felices los mansos, los que vencen al mal con el bien, a la injusticia con el amor activo y que obran con mansedumbre en medio de los lobos, al igual que Jesús, el cordero de Dios. A ellos y no a los intrigantes y prepotentes será reservada la tierra como don y herencia, no esta tierra en la que todos estamos de paso, sino Dios mismo, la tierra que ningún avasallador podrá quitarnos.
Felices los afligidos, los que lloran, las víctimas de las maldades del mundo, las injusticias, la violencia, la pugnas y las guerras; felices los que ansían y trabajan por un nuevo orden de cosas conforme al plan de Dios. Para ellos está asegurada la dicha de ver surgir la luz de Cristo que hace avizorar el mundo de la solidaridad y fraternidad.
Felices los que tienen hambre y sed de la justicia de Dios. Seremos saciados de lo que hemos tenido hambre y sed. Tengamos sed y hambre de ser justos como el Padre, de trabajar para restaurar la justicia y defender los derechos ignorados o violados de los pobres, indefensos y excluidos, para que la sociedad sea espacio de vida, fraternidad y dignidad para todos, sin exclusiones.
Felices los misericordiosos. Lo que harás con el mendigo que llega a tu puerta o que tú cruzas por las calles, o con los que en estos días de pandemia buscan ayuda y asistencia sanitaria, Dios lo hará contigo. Felices los clementes y misericordiosos como Dios, es decir sin límites, ya que nosotros somos fruto de un amor gratuito e ilimitado. Felices si perdonamos y nos reconciliamos con los que nos han ofendido, porque se nos abrirá el corazón misericordioso de Dios que nos perdona y retribuye.
Felices los limpios de corazón, porque verán a Dios ya que Él habita en los puros de corazón, en las personas trasparentes y sinceras que tienen la mirada limpia y donde no hay doblez e hipocresía. Felices los que tienen corazón puro porque ven el mundo con los ojos de Dios, entran en su misterio, tienen un corazón que escucha y acoge la Palabra de Dios, dando frutos abundantes de amor y de vida.
Felices los que trabajan por la paz, los operadores de paz, los que buscan lo que une y no lo que divide, que creen en la fuerza de los medios pacíficos y en el diálogo, y que saben respetar y escuchar al otro. Ellos serán llamados hijos de Dios y, en realidad, lo son.
“Felices los perseguidos por la justicia… felices Uds. cuando sean insultados y perseguidos” porque les espera la perla preciosa del reino de Dios. Perseguidos no por cualquier motivo, sino a causa de la justicia del Reino, a causa de la fe en Jesús y del Evangelio, a causa de su compromiso en favor de los excluidos y oprimidos.
Mons. Eugenio ha sido un testigo radiante de las bienaventuranzas viviendo con pasión y ardor su ministerio; las transparentaba en su labor cotidiana llevada con disponibilidad, coherencia y tenacidad. Su vitalidad desbordante y el entusiasmo que ponía en todo lo que hacía, contagiaba a las personas, en algunos pudo despertar un cierto temor, sin embargo, detrás de la energía que emanaba de todo su ser, latía el corazón del seguidor fiel de Cristo, el pastor bueno, generoso, sensible y atento a las personas, en particular a los pobres.
Él hizo fructificar al ciento por ciento los muchos talentos que Dios le había dado poniéndolos al servicio de la Iglesia, a la que ha amado sinceramente desde la comunidad de Bergamo que le dio la luz a la vida cristiana y lo consagró sacerdote, hasta la Iglesia de El Alto, a la que amó como un alteño más. Ha llevado con gran capacidad, generosidad y esmero todos los servicios y oficios que la Iglesia le encomendó, sin ahorrar tiempo y energías, sin escuchar el cansancio y sin acobardarse ante las dificultades y contrastes, por el contrario, enfrentándolos dando lo mejor de sí.
Sí, la misión fue su pasión. El encuentro con Cristo cambió su vida, abrió delante de él vastos horizontes más allá de su país natal y lo llamó a no guardar para sí el don de la fe, sino compartirlo con alegría y generosidad. Asumió la labor evangelizadora junto al compromiso por el desarrollo humano integral, haciendo suyos también los problemas sociales y políticos, en la búsqueda del bien común, la justicia, la democracia, la paz y en defensa de los pobres, los marginados y últimos de la sociedad.
Su entrega lo llevó a la compartir el sufrimiento y la muerte de los pobres en Cristo muerto y Resucitado, Él que nos ha abierto las puertas de la vida para siempre. Hoy, nos sostiene la firme esperanza que Mons. Eugenio, como hombre justo, ya goza de la dicha que no tiene fin, así nos lo dice el pasaje de la Sabiduría: “Las almas de los justos están en la manos de Dios y no les afectaré ningún tormento… los que confían en él comprenderán la verdad y los que son fieles permanecerán junto a él en el amor, porque la gracia y la misericordia son para sus elegidos”.
En el caminar de toda su vida hasta el encuentro definitivo con Dios, Él se ha dejado llevar de la mano maternal de María a la que, desde niño, aprendió a amar con la advocación de la Virgen del Olmo, venerada en el santuario de su pueblo natal, y en los años de Pastor en Bolivia a amar a la Virgen de Copacabana, tan amada por el pueblo aymara y toda Bolivia.
Ahora que Mons. Eugenio está en las manos de Dios y que comparte la dicha del Resucitado, él nos anima a seguir a Jesús, asumiendo a las Bienaventuranzas como el camino certero de la santidad y la felicidad. Es una propuesta ardua, sin embargo no estamos solos, tenemos el ejemplo vivo de él y de tantos hermanos nuestros, santos que han terminado su peregrinación terrenal y han llegado a la meta. Y sobre todo confiamos en la asistencia de la Virgen María y la promesa de su Hijo, el Señor de la vida y la historia: “Yo estaré con ustedes hasta el fin del mundo”. Amén
Fotografías: Equipo de Comunicación de la CEB