P. José Cervantes: “La misericordia y la alegría del Padre”
La parábola magistral de la alegría
La parábola lucana de este domingo es una de las páginas más hermosas del Evangelio (Lc 15,11-32). Es de esas historias añejas y siempre nuevas que deberíamos sabernos de memoria desde pequeños, de modo que siempre lleváramos en nuestro bagaje cultural y religioso una palabra excepcional de alegría y de esperanza. Nada mejor que hacer su lectura, pero por si algún lector no puede hacerla, permítanme resumirla en pocas líneas: Un hombre tenía dos hijos. El menor reclamó su parte de la herencia y se marchó lejos, malgastó sus bienes y cayó en desgracia hasta que, recapacitando, decidió volver a casa de su padre. “Estando él todavía lejos, lo vio su padre y se conmocionó y, corriendo, lo abrazó por el cuello, y lo besó”. El padre hizo entonces la mejor de las fiestas para celebrar el retorno de aquel hijo. El hijo mayor, que vivía con el padre, se disgustó con el padre por haber festejado más la vuelta del pequeño que su presencia permanente en la casa del padre. Pero el padre le explicó: “Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo. Había que hacer fiesta y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto y revivió, y estaba perdido y se le encontró”.
El Hijo pródigo
La parábola se conoce generalmente como la parábola del hijo pródigo, pero hay quienes la denominan de otro modo: la de los dos hijos, o la del padre bueno. Otros optan por no ponerle ningún título y dicen solamente “Un hombre tenía dos hijos”. Lo cierto es que es tanta su hondura humana y espiritual así como su riqueza de detalles que el corazón humano se ensancha y encuentra su paz al escucharla.
Dos tipos de hijos
Los hijos de un mismo padre muestran los entresijos recónditos de los comportamientos humanos abocados a la ruptura de la fraternidad originaria de la familia humana cuando ésta se desvincula de su relación fundamental con el padre basada en el amor y en el encuentro generador de vida. El menor es el prototipo de los publicanos y pecadores, de los alejados de Dios y de los extraviados, de los marginados y excluidos, de la humanidad errante en su anhelo emancipatorio. El mayor encarna el talante de los fariseos y de los letrados en el evangelio, de aquellas personas que, a pesar de pasarse la vida frecuentando y hasta dirigiendo la casa de Dios, no han experimentado la alegría de su encuentro. Andan merodeando la casa del padre, pero engreídos y satisfechos de sí mismos y de cumplir con lo mandado, están realmente más lejos de él que los primeros. Ninguno de los dos hijos experimentaba la alegría de estar y vivir con el padre.
La conciencia de ser hijo
La mayor diferencia entre el hijo menor y el mayor no está en la cercanía física respecto al padre, sino en la conciencia de lo que significa ser y vivir como hijo y como hermano. Es esa conciencia la que posibilita el retorno a la vida, al encuentro y al hogar del hijo menor, mientras que su carencia en el mayor le impide disfrutar de la gratuidad del amor y de la convivencia aunque la tenga muy cerca.
El Padre de la misericordia
Sin embargo, el padre es el protagonista central. El padre es la imagen viva del Dios amor que Jesús de Nazaret nos ha revelado como misericordia entrañable. Es padre de los dos y con los dos se comporta en todo momento como tal. Respetando la libertad del primero, lamenta su extravío y anhela su vuelta, esperándolo cada día. El amor paciente y dolorido del padre se torna apasionado y feliz al ver de nuevo el retorno voluntario del su hijo. El amor del padre que perdona se expresa en la serie de verbos que muestran su grandeza.
Conmocionarse y misericordear
El primero a destacar de nuevo es el verbo de la misericordia entrañable, el que conmueve profundamente y conmociona al padre del hijo caído en desgracia. En el centro del relato sobresale ese verbo “conmocionarse”, mediante el cual queremos resaltar la profundidad del contenido etimológico de la palabra “misericordia” (= el corazón volcado hacia el otro en situación de miseria para ayudarle). Una conmoción entrañable le impulsa a aquel padre a correr hacia el hijo perdido, a abrazarse a su cuello y a besarlo. Es el amor en acción, convertido en gestos apasionados por el reencuentro del hijo perdido. Con permiso del papa Francisco, podríamos traducirlo como “misericordear”, es decir, la misericordia hecha acción, que implica una profunda conmoción, interior y espiritual, que se verifica en un despliegue de acciones que expresan el amor gratuito. El término griego original (splanjnizomai) es un verbo que implica un movimiento profundo, físico, interior, desde las entrañas (splanjna) como cuando decimos “me da un vuelco el corazón”. Es un amor que nace de las vísceras y es apasionado. Es un amor que afecta a toda la persona y la pone en movimiento hacia la persona amada. Es un amor profundamente espiritual, puesto que pone en marcha al ser humano para que pueda atender con la fuerza del espíritu la miseria humana presente en el prójimo.
El misericordear de Jesús en los Evangelios
Ese mismo verbo lo encontramos ya en la parábola del prójimo samaritano, en la reacción de Jesús ante la multitud hambrienta y ante la multitud abandonada como ovejas sin pastor. Ese mismo amor es el protagonista en el corazón de Jesús, que muestra la misericordia entrañable y liberadora de Dios, curando y restableciendo a la vida y a la sociedad al leproso marginado y dando la vida al hijo de la viuda de Naín, curando y devolviendo la vista a los dos ciegos de Jericó. En todos estos casos, el amor misericordioso de la conmoción profunda y total de la persona es mucho más que un mero sentimiento, efímero y pasajero.
El más profundo amor y sus múltiples acciones
La misericordia es un amor que genera todas las acciones necesarias para atender al otro y restituirlo a la vida y a la dignidad. Es el amor que lleva consigo la valoración y el reconocimiento del otro en cuanto tal, independientemente de su procedencia y de su identidad social, étnica, cultural o religiosa. Es el amor que acoge al otro y se compromete con él para cambiar su situación penosa y miserable, movido siempre por la esperanza inquebrantable. La misericordia es un amor compasivo que mueve a la acción de ayuda.
Misericordear es el amor que cambia la vida
Al traducir aquel verbo griego como “conmocionarse” nos permite compararlo con “emocionarse”, del cual es como un superlativo. Éste, etimológicamente significa moverse desde dentro, y es un movimiento interior, pero pasajero, pues una emoción suele durar poco tiempo. Una conmoción, sin embargo, es un movimiento que cambia la trayectoria de la vida. Es un movimiento que complica, es decir que co-implica a toda la persona en ese movimiento, tan interior que es profundamente espiritual, pero que se verifica en un despliegue de acciones de ayuda que expresan el amor no exigible a nadie y, por tanto, gratuito. Pero una vez lanzado por el Papa Francisco, podríamos utilizar ya en adelante el verbo “misericordear”. En el trasfondo del término griego del Nuevo Testamento hay una palabra de gran raigambre bíblica en hebreo, hesed, que se corresponde con lo que expresa el sentido etimológico auténtico del término castellano “miseri-cordia”.
Gratuidad absoluta
La misericordia es un derroche de gratuidad absoluta, indebida e inmerecida, es una acción liberadora y, en cierto modo, inesperada que va más allá de lo previsible. Es un amor desbordante que excede los límites de la justicia y por ello uno de sus frutos principales es el perdón. La misericordia se hace especialmente presente en la debilidad y en el sufrimiento humano como salvación, liberación y perdón. Pero la misericordia no es sólo pura acción ni se agota en ella, sino que es una disposición activa que anida en el núcleo más íntimo del ser y que necesariamente se traduce en acción a favor del otro.
Un beso extraordinario
Así pues, esa conmoción entrañable, propia de la misericordia, impulsa a aquel padre a correr hacia hijo perdido, a abrazarse a su cuello y a besarlo. Es el amor en acción, convertido en gestos apasionados por el reencuentro del hijo perdido, el amor que se convierte en fiesta somática, de cuerpos que se abrazan, a través de otro verbo capital, que podríamos interpretar como besar efusivamente. Merece la pena recrearse en la contemplación de este besazo (o “besango” como se diría en Bolivia). El verbo griego correspondiente al beso (katafileo) destaca el carácter extraordinario del mismo. No es el beso cortés del saludo, ni el apasionado de los enamorados, atrapados por los afectos, ni el de padres e hijos, impulsado por la sangre común. Es el beso de un padre condolido a un hijo perdido. Es un beso efusivo e insistente, que expresa una gran ternura y celebra en silencio la gran alegría del padre misericordioso. El padre no paraba de besar a su hijo encontrado, se podría decir incluso, con la expresión castiza, que “se lo comía a besos”. El besazo del padre abrazado a su hijo es el culmen del encuentro del hijo perdido y arrepentido con el padre misericordioso.
El beso del amor apasionado
Este besazo no expresa el amor entre iguales, sino el amor apasionado del padre, que trasciende el afecto paternofilial y lo supera, en virtud de la situación de miseria en que se encontraba aquel hijo perdido y del amor excelso del padre. Es el amor descrito por Pablo en 1 Cor 13,4-8, es decir, el amor que aguanta y se enfrenta al mal, el amor que se encariña, el amor que no envidia, el amor que no se irrita, que no computa lo malo, que no se alegra de la injusticia, sino que se complace en la verdad. El amor que todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. Es el amor que no pasa nunca, el amor eterno y divino.
La gran alegría del beso
Lucas describe aquel beso con un verbo un tanto singular, pues katafileo, que sólo aparece seis veces en el NT, significa besar, pero se utiliza para besos muy significativos, tanto el beso traicionero de Judas (Mt 26,49; Mc 14,45), como el beso de la pecadora pública a los pies de Jesús (Lc 7,38.45). En todo caso evoca un gran significado, que unido al movimiento de arriba hacia abajo, presente en el prefijo kata-, connota la autoridad, el señorío y la grandeza del padre que se abaja y se rebaja hasta el hijo en el movimiento del amor misericordioso efusivo plasmado también en el gesto del abrazo a su cuello. Es el beso de una persona en superioridad de condiciones respecto al hijo, pero no es paternalista ni humillante, sino emocionado, conmocionado y rehabilitador del hijo perdido. El beso del padre desborda al del hijo. Si el de éste debiera ser tímido el del padre fue extraordinariamente efusivo. Este amor indebido y gratuito que es la misericordia es el que sale al encuentro de la libertad del hijo y lleva consigo la rehabilitación del hijo menor, convertido ya en criatura nueva. Y ése es el motivo de la gran alegría.
La misericordia de Dios con San Pablo
Por ello hay que hacer fiesta grande. San Pablo nos dice hoy en una hermosa acción de gracias (1 Tim 1,12-17) que también él ha experimentado la misericordia transformadora de Dios en Jesús, pues “Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, y yo soy el primero. Y por eso se compadeció de mí”.
Pedir perdón y perdonar
Sin embargo, no es posible hacer fiesta grande sin un movimiento libre del hijo que reconoce la verdad de su culpa, como también hace San Pablo. Para tener la alegría de la rehabilitación se requiere la osadía de pedir perdón, un perdón que de parte de Dios está garantizado de antemano por medio de Jesús. Para hacer fiesta y poder experimentar la más profunda alegría que nos permite vivir como criaturas nuevas se requiere pues, pedir perdón, sentir de cerca al Padre y la fuerza entrañable de su amor y restablecer la fraternidad entre los seres humanos. Asimismo el padre muestra su cariño hacia el hijo mayor queriendo liberarlo de su obcecación para percibir la gratuidad del amor que él le está brindando continuamente, e invitándolo a participar de la fiesta del encuentro con el hermano perdido, de su habilitación y de su nueva vida.
(José Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor de Sagrada Escritura)