P. José Cervantes: “La dicha de la fe por causa del Reino”
Dichosos los creyentes en el Reino
En tres palabras podríamos resumir el mensaje bíblico de este domingo: Dichosos, Reino, Fe. La dicha es el estado de alegría permanente del creyente que confía en Dios. El Reino de Dios es el núcleo fundamental del mensaje de Jesús, es el tema capital de su predicación y de su actividad amorosa en favor de los hombres hasta su muerte en la cruz que culmina en la resurrección. El Reino es la relación nueva e irreversible de amor que, por medio de Cristo, Dios establece con los hombres. Esa relación se vive de manera espléndida a través de la fe, que permite a los creyentes acoger el Reinado de Dios en la persona de Jesús. La palabra hebrea “Amén” resume esas tres realidades en un término intraducible. El “Amén” expresa la fe personal, activa y firme de quien, con convicción, libertad y alegría (la parresía bíblica, a la que tantas veces nos llama el Papa Francisco) responde ante el Dios sorprendente, que interviene en la historia mostrando siempre su eterna misericordia.
El Reino es un don gratuito de Dios
En ningún lugar evangélico se nos da una definición del Reino, de manera que no podemos decir en qué consiste el Reino. Sin embargo del conjunto de la predicación de Jesús podemos deducir que se trata de una realidad viva y dinámica, en continuo crecimiento, a veces imperceptible, pero no por eso menos real. El Reino es la realidad teológica más destacada por Jesús en el Evangelio y se puede decir que se refiere a Dios mismo visto desde la dimensión de su amor que se manifiesta y se enseñorea de la vida de los seres humanos hasta conducirlos a una nueva vida. Ese Reino es de Dios y por eso no depende de los hombres. El Reino, por ser de Dios, viene dado por Dios a los hombres. Nosotros los hombres ni lo construimos ni podemos construirlo. Por eso es sobre todo un don gratuito de Dios. Esto no significa que ni mucho menos que permanezcamos pasivos ante el Reino.
“El Padre ha decidido darles el Reino”
Nosotros podemos invocar su venida, como hacemos en el Padrenuestro y podemos buscarlo con ahínco, pero sobre todo debemos acogerlo porque el Padre ha tenido a bien dárnoslo. El evangelio de este domingo lo expresa con palabras de ternura y en la fórmula de un oráculo profético de salvación: “No temas, mi pequeño rebaño, porque el Padre de ustedes ha decidido darles el Reino” (Lc 12,32-48). Por los evangelios sabemos que el Reino es la misma persona de Jesús, y acogerlo a él con todas sus consecuencias es el camino de la salvación. Pero el hecho de que sea un don no significa que no tengamos que hacer nada los seres humanos para acoger dicho Reino.
Acoger el Reino acogiendo a Jesús
La espera del creyente, como la de María, es activa y anticipa el don del Reino: El Reino se acerca en la persona de Jesús. Acogerlo a él y seguirlo por el camino hacia la cruz es dejar que Dios reine en nuestros corazones y que su amor nos transforme. En esto consiste la fe, que también es don y respuesta. Por eso el Reino se acerca desde la solidaridad con los que sufren y viven en los peligros y en cualquier tipo de sufrimiento. El Reino se acerca mediante la fe que pasa por la prueba del sacrificio y de la entrega, por la prueba del dolor. Porque los cristianos esperamos el don del Reino tiene pleno sentido la acción solidaria con los pobres, el desprendimiento de los bienes y la vigilancia atenta a la fidelidad. A estos puntos dedica el evangelio de hoy su atención.
A la espera del Reino atendiendo a los pobres
La limosna no consiste en dar de lo que nos sobra, sino en dar de lo necesario para vivir y por eso la limosna es una expresión sumamente significativa de la misericordia hacia los pobres y necesitados de toda la tierra, que requiere la libertad interior del desprendimiento personal respecto a los bienes y recursos materiales con el fin de que todos ellos sean bien repartidos y compartidos entre todos los marginados y excluidos. La llamada a la vigilancia nace de esta exigencia radical del seguimiento. Es preciso estar atento para no caer en ninguno de los comportamientos impropios de los que viven la gratuidad de la fe y de las promesas, tales como los abusos de poder, el despilfarro económico y la acumulación de bienes, en cualquiera de sus manifestaciones.
El “Amén” como expresión de la fe bíblica
Vinculado al don del Reino aparece otro gran aspecto de la palabra de Dios de este domingo, el tema de la fe. Con la palabra “Amén” se podría sintetizar la respuesta humana de la fe ante la propuesta del don del Reino de Dios. De su raíz hebrea ´mn derivan dos componentes esenciales y complementarios que definen la fe: por una parte, la fe significa fiarse, confiar, creer en el otro y en su verdad, y al mismo tiempo, la fe comporta estar firme y permanecer en la verdad, resistir y aguantar, perseverando con fidelidad en las propias convicciones. Esa fe es la que se expresa en la palabra hebrea no traducida: Amén. “La fe es seguridad de lo que se espera y prueba de lo que no se ve” (Heb 11,1-2). Entre los personajes bíblicos que mejor encarnan en su vida y en su experiencia religiosa el sentido profundo de la palabra amén destacan el patriarca Abrahán y su mujer Sara, los cuales son motivo de elogio por su fe en la Carta a los Hebreos que hoy leemos (Heb11,8-19), y sobre todo la Virgen María, cuya fiesta de la Asunción celebramos el día 15 y bajo la advocación de Urkupiña en las tierras de Bolivia.
Por la fe se vislumbran los bienes prometidos por Dios
Por su fe, Abraham, escuchó y siguió la llamada de Dios y se marchó, sin saber a dónde iba, hacia la tierra que iba a recibir como herencia. Por la fe, vivió como extranjero en esa tierra, porque esperaba en la ciudad de sólidos cimientos, construida por Dios. Por su fe, Sara, aun siendo estéril y a pesar de su avanzada edad, pudo concebir un hijo, porque creyó que Dios habría de ser fiel a la promesa; y así, de un solo hombre, ya anciano, nació una descendencia numerosa como las estrellas del cielo e incontable como las arenas del mar. Todos ellos murieron firmes en la fe. No alcanzaron los bienes prometidos, pero los vieron y los saludaron con gozo desde lejos.
La Virgen María, signo de esperanza
Por su fe, la Virgen María creyó en la palabra del Señor, se abrió al plan de Dios sobre ella y sobre la historia humana y permaneció siempre fiel a su palabra. Ella experimentó en su humildad la grandeza del misterio de Dios, al cual consagró toda su vida tras descubrir la misión decisiva para la que, por pura gracia de Dios, había sido escogida: la Misión de engendrar y dar a luz a Jesús, el Mesías. En los dogmas de la Inmaculada y de la Asunción, la Iglesia reconoce y celebra que María es el mejor canto de gracia para gloria de Dios, pues la llena de gracia participa como primicia de la humanidad redimida de la plenitud de los frutos de la salvación que su hijo Jesús ha obtenido para todos los seres humanos con su muerte y resurrección. Por ello el Concilio Vaticano II considera a María “signo de esperanza y de consuelo” para toda la Iglesia (Lumen Gentium, 68). En María es ya realidad lo que para el resto de los humanos es una promesa de parte de Dios, la participación en la nueva vida del Resucitado (1 Cor 15,20-26).
Llamados a acoger el Reino con nuestro “Amén” al Señor
Nosotros, los creyentes en el mismo Dios que María y Abrahán, seguimos fiándonos de las promesas de Dios y seguimos en la espera gozosa del Reino de Dios y su justicia, que Jesús ha prometido “No temas, mi pequeño rebaño, porque el Padre de ustedes ha decidido darles el Reino” (Lc 12,32-48). Con María todos quedamos llamados a dar nuestro “Amén” en la fe como respuesta acogedora al don del Reino de Dios en nuestra vida, avivando así los mecanismos del corazón y de la mente que orientan toda nuestra personalidad para seguir a Jesús con la mirada puesta en Dios, horizonte inmenso de nuestra esperanza, y en los pobres, indicadores inmediatos de nuestro amor.
(José Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor de Sagrada Escritura)
[Imagen: Basílica de la Anunciación]